Por: Ing. Rafael A. Sánchez
Lunes, inicio de la semana laboral. Lunes de templanza
“Cuando Jehová da la lluvia sobre la faz de la tierra, la da en su tiempo.” (Jeremías 5:24, RV1960)
La ciudad de Santo Domingo padece una paradoja inquietante: un sistema de drenaje pluvial y sanitario concebido para otra era frente al crecimiento urbano vertical y desordenado del siglo XXI. Lo que en otro tiempo era una casa para seis personas, hoy se erige como una torre de veinte pisos con más de 250 habitantes. Ese cambio multiplica las aguas residuales, las descargas pluviales y los residuos sólidos, empujando la infraestructura al colapso.
Desde 2012, la Corporación de Acueducto y Alcantarillado de Santo Domingo (CAASD) ha presentado planes maestros que estimaban en unos 600 millones de dólares la inversión necesaria para atender el problema en todo el Gran Santo Domingo. El diagnóstico era claro: la infraestructura vigente resulta insuficiente y obsoleta; apenas un 18 % de las calles cuenta con redes sanitarias, y muchas de ellas tienen diámetros mínimos de ocho pulgadas, incapaces de sostener el caudal que hoy exige la ciudad.
Cada tormenta confirma la fragilidad del sistema. En el Distrito Nacional solo un 30 % de la red vial dispone de imbornales funcionales, y muchos barrios carecen de drenaje pluvial. Los proyectos puntuales, aunque bienvenidos, son insuficientes frente a la magnitud de la demanda. Los ingenieros coinciden: construir y mantener un drenaje urbano moderno no es barato, pero es más costoso el caos de cada inundación.
El país necesita un plan maestro actualizado y realista, capaz de dimensionar caudales de tormentas extremas, con colectores marginales, estaciones de bombeo, tanques de retención y tratamiento previo de aguas negras y grises antes de verter al mar. Se requieren imbornales modernos y auto limpiantes, mantenimiento sistemático, normativa estricta para nuevas construcciones y educación ciudadana. Sin conciencia urbana, hasta la mejor infraestructura puede colapsar.
Un cálculo ajustado a la inflación, densidad actual y los efectos del cambio climático eleva el costo estimado a entre 800 y 1,200 millones de dólares. Parece una cifra enorme, pero es menor que las pérdidas recurrentes de cada catástrofe pluvial, que suman cientos de millones de dólares cada año en daños viales, viviendas, negocios y salud pública.
En mi natal Vallejuelo existe un dicho campesino: “El cuervo dice cuándo va a llover: voy a hacer una casa, pero desde que la lluvia pasa se le olvida.” Esa ha sido la actitud de Santo Domingo por más de medio siglo: olvidar el agua cada vez que el sol vuelve a brillar.
La solución no depende solo de ingenieros y autoridades. También de los nuevos inquilinos de torres, propietarios y municipios que deben asumir la responsabilidad compartida: no arrojar basura, no usar el drenaje como vertedero y exigir diseños urbanos responsables. Porque, como recordaba Thomas Fuller, “Un buen plan es medio camino ganado”. Y Aristóteles nos enseñó que “el principio de la sabiduría es el reconocimiento de la realidad”.