La historia se repite literalmente. El gueto de Varsovia es un capítulo negro de la historia del siglo XX. La Franja de Gaza, en pleno siglo XXI, nos obliga a preguntarnos si realmente aprendimos algo. Las comparaciones resultan incómodas, pero los paralelismos son ineludibles.
Por: Pavel De Camps Vargas – Comunicador, Social Listening, Social Media Analytics, IT Manager.
El eco del pasado que aún resuena. La historia del gueto de Varsovia es una advertencia viva que se niega a morir. En 1939, tras invadir Polonia, la Alemania nazi comenzó a concentrar a los judíos en zonas cerradas, miserables y bajo vigilancia armada. En 1940 se estableció el más infame: el Gueto de Varsovia, donde había hambre, enfermedades, aislamiento, censura y muerte. Los patrones del encierro, la deshumanización y la destrucción sistemática resuenan con fuerza inquietante. El gueto de Varsovia fue símbolo del horror nazi; Gaza, en el siglo XXI, despierta preguntas incómodas que el mundo sigue evitando.
El pasado que no cesa de respirar
En la memoria colectiva de la humanidad, el Gueto de Varsovia representa uno de los episodios más crudos de confinamiento y sufrimiento civil en la Europa ocupada por el Tercer Reich. En 1940, tras la invasión de Polonia, la Alemania nazi obligó a más de 400.000 judíos a vivir hacinados en un espacio de apenas 3.4 kilómetros cuadrados, cercado por muros, alambres de púas y patrullas armadas. Aquel encierro, deliberadamente planificado, combinaba miseria, hambre, enfermedad y humillación. La rebelión armada de 1943 y la posterior aniquilación del gueto, culminaron una tragedia histórica que aún sacude la conciencia global.
Ocho décadas después, Gaza —una estrecha franja en el Mediterráneo oriental— concentra a más de 2.3 millones de palestinos bajo un régimen de bloqueo impuesto por Israel desde 2007, con apoyo parcial de Egipto. Privada de libertad de movimiento, limitada en acceso a bienes esenciales, y sometida periódicamente a bombardeos de enorme intensidad, Gaza exhibe, aunque en contextos distintos, patrones de opresión que la historia ya conoce demasiado bien.
El encierro como arquitectura del control
La estructura de confinamiento en Varsovia fue física y visible: un muro de tres metros de alto, alambradas, vigilancia permanente y permisos de tránsito negados a la mayoría. Dentro del gueto, el hacinamiento era extremo: se calculaba una densidad de más de 130.000 personas por km². La mortalidad por hambre, infecciones respiratorias, tifus y tuberculosis superaba los márgenes de lo soportable.
En Gaza, el encierro se manifiesta de forma distinta, pero no menos opresiva. El mar es inaccesible, el espacio aéreo está controlado, las fronteras están cerradas para el tránsito común. Las restricciones afectan incluso la importación de cemento, papel, medicamentos o piezas mecánicas. El sistema eléctrico colapsa varias veces al día. El 97 % del agua no es potable. El aislamiento es político, geográfico, económico y digital.
Ambos escenarios, separados por tiempo y narrativa, comparten una misma lógica: convertir el territorio en una prisión a cielo abierto.
El hambre como herramienta política
Uno de los aspectos menos conocidos del Gueto de Varsovia fue la política deliberada de inanición. Las autoridades nazis establecieron raciones de apenas 180 calorías diarias para los judíos —una décima parte de lo necesario para sobrevivir. Se dependía del contrabando y la corrupción para acceder a algo más. En paralelo, se permitía la existencia de cines, restaurantes y escuelas para mantener una imagen de normalidad, útil para la propaganda nazi y para culpar a los judíos de su propia miseria.
En Gaza, los reportes de la ONU y de organizaciones como Médicos Sin Fronteras y Human Rights Watch documentan una situación de inseguridad alimentaria severa. El Programa Mundial de Alimentos ha tenido que suspender sus operaciones por falta de acceso. Tras la ofensiva militar israelí de octubre de 2023, barrios enteros quedaron sin suministro de alimentos, agua ni atención médica. La acusación implícita —y a veces explícita— de que el sufrimiento es culpa de los propios palestinos por elegir a Hamas o por invertir en túneles en lugar de desarrollo civil, reproduce una retórica conocida: la culpabilización de los oprimidos como cortina de humo para justificar el castigo colectivo.
Resistencia: entre la desesperación y la dignidad
En enero de 1943, y luego con más intensidad el 19 de abril de ese mismo año, estalló la rebelión del Gueto de Varsovia. Combatientes de diferentes vertientes ideológicas, socialistas y nacionalistas, se unieron para resistir la inminente deportación masiva a los campos de exterminio. Construyeron búnkeres, fabricaron bombas artesanales, atacaron patrullas. La respuesta nazi fue implacable: incendios, dinamita, gas y aniquilación total. Se estima que más de 56.000 personas murieron, la mayoría civiles.
En Gaza, los grupos armados también operan bajo tierra, en túneles, con armas de fabricación casera, enfrentando a un ejército altamente tecnológico. El ataque del 7 de octubre de 2023, donde milicianos palestinos mataron a más de mil civiles israelíes, marcó un punto de inflexión. La respuesta de Israel ha sido calificada por numerosos expertos en derecho internacional como desproporcionada y violatoria del derecho humanitario, con más de 59.000 muertos reportados, 80% son civiles y un estudio de la OACDH indica que el 70% fueron mujeres y niños.
Sin equiparar acciones ni justificar atrocidades, conviene señalar que, en contextos de encierro y exclusión extrema, la resistencia, incluso violenta, ha sido históricamente el último recurso de los desesperados. Así fue en Varsovia. Así es en Gaza.
El relato, la propaganda y la anestesia moral
Ningún proceso de represión masiva ocurre sin un aparato narrativo que lo legitime. En la Varsovia ocupada, los nazis presentaban a los judíos como perezosos, corruptos y responsables de su propio destino. El mundo, informado pero pasivo, no actuó. La resistencia fue criminalizada; el exterminio, ocultado.
En Gaza, la narrativa dominante insiste en que el problema es “Hamas”, y no el bloqueo. Se exponen imágenes de cohetes, pero rara vez se muestra a los niños mutilados por bombas. Se alega el uso de escudos humanos para justificar ataques a escuelas. Se tolera el sufrimiento de toda una población bajo el argumento de la “seguridad nacional”.
El resultado es una anestesia moral colectiva, una indiferencia cultivada, una incapacidad para ver en el otro —aunque sea enemigo— a un ser humano con derechos.
¿Realmente no hay comparación?
Muchos insisten: “No se puede comparar. Es otro contexto, otra historia, otra ideología.”
Pero el periodismo riguroso no compara para igualar, sino para entender, advertir, reflexionar.
En Varsovia y Gaza, las similitudes estructurales no se limitan a lo físico, sino a lo sistémico:
- Confinamiento impuesto y sostenido.
- Control sobre los insumos vitales.
- Criminalización de la resistencia.
- Castigo colectivo y destrucción indiscriminada.
- Justificación propagandística del sufrimiento ajeno.
- Complicidad o pasividad de gran parte de la comunidad internacional.
No se trata de decir que Gaza es un gueto nazi. Pero sí de aceptar que los mecanismos del encierro, la opresión y el exterminio selectivo no pertenecen solo al pasado. La historia, cuando no se asume, tiende a reaparecer. Los europeos lo saben perfectamente y los historiadores así lo documentaran y la prensa, por más que sea silenciado así lo escribirá.
Lecciones que nadie quiere escuchar
El Gueto de Varsovia fue arrasado hasta el polvo. Sus habitantes, deportados o asesinados en masa. Los nazis celebraron una victoria que creyeron total. Pero la historia los alcanzó. La justicia internacional llegó tarde —como casi siempre—, pero llegó. Y con ella, el juicio implacable de la conciencia colectiva.
Gaza, en cambio, sigue en pie… aunque lacerada, mutilada, cercada por el hambre y el ruido constante de las bombas. La devastación ya no es solo material: es moral. Es una herida abierta en el corazón del siglo XXI, visible para todos, ignorada por demasiados.
La pregunta esencial, incómoda y urgente persiste —y se multiplica—:
¿Qué hará la historia con quienes hoy callan, justifican o celebran?
Y también:
¿Qué dirá la historia de América Latina, que alguna vez fue faro de solidaridad, y hoy prefiere abstenerse o mirar hacia otro lado?
¿Cómo juzgará la historia a Europa, que nació de las ruinas del Holocausto y hoy permite que un pueblo encerrado sea masacrado con su silencio cómplice o sus municiones indirectas?
¿Qué papel jugarán los BRICS —que aspiran a liderar un nuevo orden mundial— si su respuesta ante una tragedia de esta magnitud es el cálculo frío o la neutralidad estratégica?
¿Qué acción realizará la República Dominicana? En el pasado fuimos los únicos que acogimos y creamos una comunidad judía en Sosúa. Y ahora… ¿Qué vamos a hacer?
Gaza no es solo una crisis humanitaria. Es una prueba moral. Una línea roja. Una herida del presente que, si no se detiene, marcará para siempre el relato de este siglo.
Porque hay preguntas que la historia no olvida. Y hay silencios que, cuando el polvo se asiente, sonarán más estruendosos que cualquier bomba.
Y la gran pregunta —incómoda, necesaria, urgente— persiste:
¿Qué hará la historia con quienes hoy callan, justifican o celebran?