En el contexto de su segundo mandato, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, ha vuelto a centrar la atención de la política exterior estadounidense en Iberoamérica, adoptando una estrategia que prioriza la seguridad, el control migratorio y el fortalecimiento del poder regional. Esta nueva orientación quedó claramente definida en la Estrategia de Seguridad Nacional publicada en diciembre de 2025.
La referida estrategia establece al Hemisferio Occidental como la principal prioridad geopolítica para Estados Unidos. Introduce un “Corolario Trump” a la “Doctrina Monroe”, cuyo propósito es asegurar la estabilidad regional, limitar la influencia de actores externos y garantizar el acceso a recursos estratégicos. Este enfoque ha sido interpretado por muchos en la región como un regreso a formas tradicionales de preeminencia estadounidense.
Las autoridades del Gobierno de Estados Unidos han aclarado que el objetivo no es la intervención indiscriminada, sino la prevención de crisis que pudieran repercutir en el territorio estadounidense. No obstante, el lenguaje empleado en el documento indica que Washington se reserva una amplia capacidad de acción en función de la protección de sus intereses.
La administración estadounidense ha intensificado la cooperación militar y policial con diversos países de la región y ha aumentado su presencia naval en el Caribe y el Pacífico oriental. Estas acciones son presentadas esencialmente como parte de la lucha contra el narcotráfico y las redes criminales transnacionales, aunque también reflejan una visión más abarcadora del control del entorno regional.
Recientemente, fuerzas estadounidenses han llevado a cabo operaciones contra embarcaciones sospechosas de tráfico de drogas. El Pentágono considera que estas redes representan un desafío significativo para la salud pública y la seguridad nacional al erosionar la estabilidad institucional de países aliados y alentar flujos migratorios hacia el norte. En este marco, Venezuela ha emergido como un punto central en la retórica del presidente Trump, quien sostiene que el Gobierno de Nicolás Maduro representa una amenaza para la seguridad regional.
El presidente Trump ha ordenado el “bloqueo” de todos los petroleros sancionados por la Oficina de Control de Activos Extranjeros (OFAC) del Tesoro de Estados Unidos que ingresen o salgan de Venezuela. El 10 de noviembre, se llevó a cabo la primera acción contra el petrolero “Skipper”, que transportaba dos millones de barriles de crudo venezolano. Posteriormente, la Casa Blanca confirmó incursionar contra el petrolero “Centuries” y un tercer barco, el “Bella-1”, vinculado a la compañía Louis Marine Shipholding Enterprises, la cual está relacionada con la Guardia Revolucionaria de Irán. El Gobierno venezolano ha calificado estas acciones de violaciones al derecho internacional y de intentos de asfixia económica.
La política de seguridad del presidente Trump también ha provocado tensiones con gobiernos que, aunque no son abiertamente hostiles, tienen visiones diversas sobre seguridad y migración. Este es el caso de Colombia, un socio estratégico de Estados Unidos en América del Sur. Bajo la administración de Gustavo Petro, las relaciones bilaterales han enfrentado momentos difíciles, especialmente debido a críticas del enfoque represivo en la guerra contra las drogas y el impulso hacia políticas alternativas centradas en la regulación y desarrollo rural.
El presidente Trump ha cuestionado directamente estos enfoques, sugiriendo que un tratamiento “blando” frente al narcotráfico fortalece a los cárteles y obstaculiza la cooperación regional. No obstante, Colombia sigue desempeñando un papel crucial en la estrategia de Estados Unidos, actuando como aliado en inteligencia, seguridad y cooperación militar, así como un actor esencial en la estabilidad regional.
El fenómeno migratorio completa la interrelación entre seguridad, narcotráfico y política exterior. Trump ha sostenido que la reducción de la presión migratoria en la frontera sur de Estados Unidos depende en gran medida de la capacidad y voluntad de los gobiernos iberoamericanos para controlar los flujos migratorios, combatir el tráfico de personas y estabilizar sus territorios. En este sentido, la estabilidad política y el alineamiento estratégico de los países de la región adquieren un valor significativo dentro de la noción de seguridad nacional de Estados Unidos.
La presencia de China en Iberoamérica también juega un papel relevante en la política exterior de Trump. En las últimas dos décadas, Pekín ha emergido como un socio comercial clave para muchas naciones de la región, financiando grandes proyectos de infraestructura y energía. Desde la óptica de Washington, esta incursión presenta riesgos estratégicos.
La Estrategia de Seguridad Nacional subraya la necesidad de evitar que “actores hostiles” controlen activos críticos o infraestructuras fundamentales en el hemisferio. Así, se plantea una política más proactiva destinada a contrarrestar la influencia china, a través de incentivos económicos y presión diplomática.
Un rasgo distintivo de la administración Trump es su relación directa y explícita con determinados líderes políticos de la región. Trump ha manifestado públicamente su apoyo a candidatos y presidentes de tendencia conservadora que promueven agendas de seguridad y liberalización económica, como ha sido el caso de Javier Milei en Argentina y José Antonio Kast en Chile.
En Honduras, declaraciones y posicionamientos de la administración Trump han criticado abiertamente a gobiernos considerados poco cooperativos con Estados Unidos en temas de migración y seguridad, subrayando que “algunos países de Centroamérica necesitan líderes que trabajen con Estados Unidos, no contra Estados Unidos”.
La política exterior hacia Iberoamérica en el mandato de Trump, por tanto, se presenta como un enfoque multifacético que incluye tanto estrategias de intervención directa como alianzas con actores políticos afines en la región, evidenciando un marcado interés en reconfigurar las dinámicas geopolíticas en su favor.

