Por: Katherine Esther Rossis Díaz
La reciente intimación de la Junta Central Electoral (JCE) al partido Fuerza del Pueblo por alegados actos de contenido político-partidario fuera del periodo permitido vuelve a colocar en el centro del debate un tema estructural del sistema electoral dominicano: la frontera entre la actividad partidaria legítima y el proselitismo anticipado.
En esencia, la JCE sostiene que ciertas actividades públicas de esa organización podrían encajar en la categoría de “actos proselitistas”, prohibidos fuera del calendario formal. Por su parte, Fuerza del Pueblo argumenta que sus movilizaciones responden a derechos constitucionales de reunión, participación y organización, y que no constituyen promoción electoral directa, sino acciones internas o políticas generales.
Este choque evidencia un dilema recurrente en los sistemas electorales de la región:
¿Tiene sentido restringir la actividad política fuera de campaña en un contexto donde la comunicación política es continua y permanente?
Desde una perspectiva institucional, la JCE actúa bajo un mandato claro: preservar la equidad del proceso evitando que unas fuerzas políticas se posicionen anticipadamente con ventaja sobre otras. En sistemas con campañas reguladas, el tiempo es un recurso que debe administrarse para garantizar competitividad.
Pero desde una lectura politológica, también es cierto que los partidos políticos son organizaciones permanentemente activas. No pueden detener sus vínculos con militantes, su comunicación interna ni su presencia en la esfera pública, porque eso es parte de su función democrática. La línea entre “actividad política” y “proselitismo electoral” se vuelve entonces difícil de delimitar.
Aquí aparece el núcleo del problema dominicano:
Las leyes electorales han intentado regular un fenómeno que, en la práctica, es difuso.
La política moderna (mediatizada, territorial y continua) tiende a desbordar los marcos normativos tradicionales.
Los partidos interpretan la norma en clave de derechos, y el órgano electoral la interpreta en clave de equidad.
El resultado es esta tensión periódica, donde cada proceso preelectoral reabre el mismo debate.
Más allá del caso puntual, el episodio revela un desafío mayor:
¿Debe República Dominicana avanzar hacia un modelo que reconozca la comunicación política permanente y centre la regulación en el uso de recursos, la transparencia y la equidad, más que en la restricción del tiempo?
Mientras no haya claridad conceptual ni ajustes normativos, seguiremos observando conflictos entre la JCE y los partidos por incidentes similares. El reto institucional es encontrar un equilibrio donde se respete la libertad de acción política sin comprometer las condiciones de competencia justa.
En todo caso, esta situación ofrece una oportunidad para reflexionar sobre la madurez del sistema electoral, la necesidad de reformas coherentes y la importancia de un arbitraje electoral firme, pero también pedagógico y adaptado a la realidad contemporánea de la política dominicana.


